Memórias duma Mulher da Época/Diana de Liz apreciada por um eminente critico espanhol
apreciada por
um eminente
critico espanho
Diana de Liz es el nombre ya epitáfico de una mujer de espíritu delicado y sensible, que pasó ligera por la vida, soñando, amando y escribiendo cosas que nunca sintió prisa en publicar y que, en su mayoria, le han sobrevivido inéditas. Páginas finas y bellas, en las que iba cuajando la escritora y que ella nunca quiso tomar muy en serio, cual si instintivamente repugnase toda actitud profesional. No obstante sentir la brevedad de su vida, amenazada por un mal romântico y terrible (*)[1], no la sobresaltaba la prisa por la notoriedad y parecia asustarla más bien esa cosa falsa e imponente que se llama la gloria. Ultimamente, su vida estuvo toda entregada al amor, que acababa de revelársele absorbiendo todas las energias de su alma apasionada y tierna. Amor tanto más vehemente, cuanto que tuvo la rara fortuna de que le fuera revelado por un alma digna de la suya, por un hermano de ensueño, que en ella encontraba la compañera largo tiempo esperada, la realización de su mejor poema. Desde entonces, ella vivió para el amigo, se eclipsó más todavia, no obstante los alientos que de él le llegabam. ¿Qué eran, después de todo, el arte, la obra literaria, ante esa obra viva de su amor y ante la inminencia de la muerte que iba a poner fin a ese amor mismo? Diana de Liz, indolente para la gloria, consumió los ultimos años de una vida menos larga que su juventud calentando en el rayo solar del amor los otoñales frios de su primavera enferma. Y en brazos del amor murió, al fin, dejando esparcidas en torno suyo estas hojas de su lírico almendro, que su companero de la breve jornada recoge hoy piadosamente.
Ferreira de Castro, el escritor de alma exaltada e inquieta, fué el hombre que tuvo la suerte de ser amado por esta mujer de elección. Y él es quien ahora recoge estas hojas dispersas de la amiga perdida, para formar con ellas un libro y ponerlo sobre su tumba; su primer libro, que ella no verá ya, y que hace pensar en un juguete sobre el sepulcro de un niño que no los tuvo en vida. ¡ No importa, y no por ello es menor la belleza necesaria del acto votivo! De este modo, Diana de Liz tendrá su libro, y además quienes no la conocieron en vida podrán saber qué alma tan fina, qué gran escritora acaso se perdió para el Mundo. Así no parecerá tan malograda. Y, sobre todo, él, el amigo que tuvo el dolor de sobrevivirle y de encontrar desiertas para siempre por su ausencia las horas, hallará una nueva consagración a su vida en esta piadosa tarea de ir recogiendo estas hojas caidas y formando con ellas un ramillete de libros para su muerta amada. Fortuna de haber unido la vocación con la profesión. En manos de otro hombre, esa labor de una mujer escritora se habría quizá para siempre perdido. Pero ahora el amante superviviente cuida de prestar a la compañera perdida la forma de inmortalidad que le es posible y la salva del olvido en su obra. Y, al mismo tiempo, la vuelve a encontrar él mismo en estas páginas, que son suyas, y en que perdura su alma, en que vibra su voz y hasta se percibe la finura de su mano en la letra. ¡Páginas póstumas que son como un legajo de cartas!
Imagino la voluptuosidad dolorosa con que el espiritu del escritor, viudo de su ilusión más cara, se habrá posado sobre estas reliquias, intactas hasta ahora, en la expectación de esos aniversarios que creemos aplacan las vehemencias. Mejor acaso que ella no hubiese dejado nada. Ahora hay que volver de todas las fugas y enfrentarse con la realidad. Y el amigo habrá vuelto a sentir esa violencia del dolor reciente, que le hizo buscar un alivio falaz en el desplazamiento físico, mover el cuerpo, ya que no podía mover el alma, crucificada en el «punchum fixum» de su pena, y correr desalado de Lisboa a Madrid y de Madrid a París y a Londres, haciendo todo el circuito del dolor.
Apuntes para la biografía de Ferreira de Castro. Junio de 1930, en Madrid. El novelista cruza el Viaducto cargado con su pena recién nacida, con su equipaje de dolor, que no ha podido perder en el camino. Viene a traérmela a mí — al amigo leal, al colega que sabe apreciar el humano valor de su obra —, como me hubiera traído también su alegría. Viene a traerme su dolor, que se me transmite con su abrazo, y que desde el primer momento es también mío. Entre lágrimas escucho la doble nueva maravillosa del hallazgo y la pérdida del amor. Palabras de renunciación..., fracaso del arte. Imposible ya hacer nada... Y luego — ¿cómo renunciar a ese consuelo último, que ahora más que nunca es necessario? —, vivir para escribir únicamente el poema maravilloso de ese amor y dar a conocer la obra de la escritora malograda. Durante unas tardes y unas noches paseamos nuestro duelo común por calles y plazas — por cal- les e plazas la sombra insepulta de Diana de Liz — y nos sentamos a endechar en bancos de piedra, anchos y blancos cual losas de sepulcro... No intentamos el consuelo inútil. Y nos despedimos con um abrazo resignado y fuerte.
Con este libro póstumo de Diana de Liz empieza Ferreira de Castro a cumplir su doble voto. Primero, dar a conocer a la escritora que murió casi del todo inédita; luego, hacer ese poema del amor encontrado y perdido, para el que aun no es hora, pero del que ya en este prefacio hay vibraciones anticipadas. Este prefacio está escrito con las palabras y con la emoción de un poema. Es una exaltación y una elegia. Y es, sobre todo, la confesión de un hombre, de un artista al que el dolor arranca voces íntimas y esenciales. Leyéndolo, creo oír a veces la misma voz bronca y doliente del amigo, también arrulladora, puesto que hablaba de ella en aquel verano de su duelo reciente. Todo, incluso el mismo arte, sigue estando para él bajo el signo dubitativo en que lo puso la muerte de la amiga dilecta. La rueda del tiempo y de la idea sigue parada ante el cuerpo inmóvil de Diana de Liz. Su amigo sólo vive en cuanto piensa con ella. Y sólo es artista para recordarla. La literatura sólo se justifica para él por este fin piadoso. En que ella misma, la mujer del nombre bello sobre el alma bella, le dió a entender con su sonrisa triste, en la suprema hora, la inanidad del arte, o como el mismo prologuista dice: «Quanto são frageis, perante o Enigma, as nossas humanas coisas.» Y oíd qué confidencia tan desgarradora y significativa. Para alegrar un poco el alma de la mujer que muere en plena juventud, el amado le habla de su obra literaria y le jura que no quedará inédita; y la enferma, siempre tan desasida de todo afán de vanagloria, apenas se muestra sensible a la solemnidad de la promesa. «As minhas palavras não constituiram para Ela consolo algum.» Mirándolo ya todo desde un mundo, no digamos superior, pero sí lejano, ella sólo veía ya el amor como única cosa que aun conserbaba su valor en la despedida. En aquel instante de apremio, ella sólo pensaba en el destino de dolor que legaba al amado, «e a referencia que eu fizera á sua obra pareceu-lhe até — li-o nos seus olhos, vi-o na expressão do seu rosto — motivo pueril para as horas tragicas que se iam esvaindo.» Sí, pueril parece el arte ante los grandes misterios de la vida y la muerte. Diana de Liz no quería para nada um livro suyo sobre su tumba; y quien la vió morir, tamporro lo quería ya. El arte pierde todo su valor en las despedidas, que es cuando lo tiene, absoluto, el amor.
Pero el arte vuelve a ser algo quando se hace instrumento del amor. El amor salva así al arte como a todas las cosas. Ferreira de Castro, al que ahora a veces todo le parece inútil — incluso esos libros bellos y fuertes que han consagrado su nombre —, vuelve a sentirse artista y escritor para decirnos cómo era de fina y rara esa frágil maravilla viva de Diana de Liz. La palabra bella no es al menos inútil para este fin votivo, e el escritor sabe por su virtud comunicar-nos su emoción y hacernos sentir la nostalgia de no haber conocido a esa criatura única que era una de las bellezas de la vida. Conoceremos quizá el Himalaya o el Amazonas; pero no conoceremos ya nunca a Diana de Liz. Fatalidad de la belleza viva, de la criatura humana, que la hace, por otra parte, tan preciosa, que sólo una vez se manifiesta. El la conoció y fué amado de ella; rara y exquisita fortuna que aumenta ahora el dolor y hace cosa de fábula el relato. ¿Es en verdad una fortuna ser agraciado con una dicha exquisita y breve? Diana de Liz está ya tan lejos de nosotros como Scheherazada, y su evocador se pierde con ella en el mito. ¿Cómo figurarnos a esa criatura de elección sino como a una suma de delicada belleza? Fué amada, y esto es bastante para atribuirle toda excelencia. Amigo, no te esfuerces por dar-nos una idea de cómo fué en la vida; basta que la amases y que ella te amase a ti. Todo está dicho para la mujer.
Pero Diana de Liz ha dejado una obra, y esta obra habla del valor de la escritora. Objetivamente podemos apreciarlo y darle la razón a tu sentir subjetivo. María Eugenia Haas da Costa Ramos, la mujer que escríbió este libro «Pedras falsas», al que dió título su modestia, y en el que, como tú dices, hay tantas gemas auténticas, era en verdad una artista, llena de sensibilidad y de gracia. En sus diálogos despuntan unos albores de modernidad; en sus cartas corre la pluma con una naturalidad de pulso vivo. Todo era en ella aún ciertamente inmaturo; pero en eso mismo, grácil y feminil, que siempre tiene algo de adolescencia la feminidad, y en conservar ese inicial aroma está su hechizo. Quizá esa novela larga, «Memorias duma mulher da epoca», cuya publicación anuncia, nos la muestre ya formada y plena. Pero con estas páginas de ahora hay ya bastante para lamentar el pronto eclipse de su talento literario. Tú la lloras, y las letras portuguesas también. ¡Quién sabe si Diana de Liz habría sido la gran escritora que Portugal aguarda!
Lo objetivo tiene también su belleza, que no necesita del énfasis. El dato erudito como el número puede representar un modo del amor. Terminaremos, pues, esta elegia, trazando para Diana de Liz la ficha que le ha de corresponder un día en los manuales de Literatura. Lo haremos con las mismas palabras de Ferreira de Castro, que darán a la nota refrendo de auténtica. «Diana de Liz — Maria Eugenia Haas da Costa Ramos — nació, como Florbela Espanca, en Evora; murió en el mismo año en que Florbela Espanca murió (1930), una y otra en plena juventud. Y precisamente en la calle que lleva el nombre del hermano de Florbela, muerto también muy joven. (Las dos malogradas escritoras, a pesar de estas coincidencias, no llegaron a conocerce personalmente.) Con el seudónimo de «Mimí Haas» colaboró en «Correio da Manhã», «Diario de Noticias», «Magazine Bertrand», «Vida Feminina» y otros varios diarios y revistas. Con el de «Diana de Liz», en «Magazine Civilização», «A B C», en «Suplemento», de Buenos Aires, y otras publicaciones. Su seudónimo surgió por vez primeira en el «Correio da Manhã», en 1923. «Addenda»: «Fué luz en la vida del noble camarada Ferreira de Castro, el autor de «Emigrantes» y «La selva», por cuyos piadosos oficios se publicó, póstumo, su primer libro «Pedras falsas» (1932), segundo de su óbito.»
Ferreira de Castro: Amigo, desde que te falta el blancor de ese lis, vives, como tú dices, en un gran «desespero», en una gran negrura. Pero la que cruzó por tua vida irradiando clarores no puede haber pasado en vano, ni para ti ni para tu arte. Antes alegria, saudade ahora, su ínflujo vive en ti y en tu obra como una presencia y un acrecentamiento. Vuelves por ella al arte, cuyo gusto te quitó su muerte, porque sólo por él puedes evocarla, honrar y servir su memoria. Tu obra, siempre humana, lo será más ahora, en virtud de esa pena y ese expolio. La clara sombra de Diana de Liz te acercará más a los humildes, te alumbrará los infiernos de los que sufren toda clase de males, para que bajes a ellos redentor, consolador al menos. El arte te será así piedad y culto, y no dudarás de él. Tu misión será ahora, calmado lo acerbo del duelo, que ya ajusta su ímpetu al sereno ritmo de los aniversarios, ir poco a poco rehaciendo tu mundo destrozado: «Instaurare omnia in Diana».
— De La Libertad, de Madrid —
- ↑ Destas palavras e de outras que se encontram mais adeante, pode-se depreender que Diana de Liz sofria de alguma doença pertinaz e incuravel, como a tuberculose. Trata-se dum ligeiro equivoco do eminente critico espanhol que assina este artigo, pois Diana de Liz esteve doente apenas durante os sete dias que antecederam a sua morte, ocorrida a 30 de Maio de 1930