de él le llegabam. ¿Qué eran, después de todo, el arte, la obra literaria, ante esa obra viva de su amor y ante la inminencia de la muerte que iba a poner fin a ese amor mismo? Diana de Liz, indolente para la gloria, consumió los ultimos años de una vida menos larga que su juventud calentando en el rayo solar del amor los otoñales frios de su primavera enferma. Y en brazos del amor murió, al fin, dejando esparcidas en torno suyo estas hojas de su lírico almendro, que su companero de la breve jornada recoge hoy piadosamente.
Ferreira de Castro, el escritor de alma exaltada e inquieta, fué el hombre que tuvo la suerte de ser amado por esta mujer de elección. Y él es quien ahora recoge estas hojas dispersas de la amiga perdida, para formar con ellas un libro y ponerlo sobre su tumba; su primer libro, que ella no verá ya, y que hace pensar en un juguete sobre el sepulcro de un niño que no los tuvo en vida. ¡ No importa, y no por ello es menor la belleza necesaria del acto votivo! De este modo, Diana de Liz tendrá su libro, y además quienes no la conocieron en vida podrán saber qué alma tan fina, qué gran escritora acaso se perdió para el Mundo. Así no parecerá tan malograda. Y, sobre todo, él, el amigo que tuvo el dolor de sobrevivirle y de encontrar desiertas para siempre por su ausencia las horas, hallará una nueva consagración a su vida en esta piadosa tarea de ir recogiendo estas hojas caidas y formando con ellas un ramillete de libros para su muerta amada. Fortuna de haber unido la vocación con la profesión. En manos de otro hombre, esa labor de una mujer escritora se habría quizá para siempre perdido. Pero ahora el amante superviviente
— 226 —