cuida de prestar a la compañera perdida la forma de inmortalidad que le es posible y la salva del olvido en su obra. Y, al mismo tiempo, la vuelve a encontrar él mismo en estas páginas, que son suyas, y en que perdura su alma, en que vibra su voz y hasta se percibe la finura de su mano en la letra. ¡Páginas póstumas que son como un legajo de cartas!
Imagino la voluptuosidad dolorosa con que el espiritu del escritor, viudo de su ilusión más cara, se habrá posado sobre estas reliquias, intactas hasta ahora, en la expectación de esos aniversarios que creemos aplacan las vehemencias. Mejor acaso que ella no hubiese dejado nada. Ahora hay que volver de todas las fugas y enfrentarse con la realidad. Y el amigo habrá vuelto a sentir esa violencia del dolor reciente, que le hizo buscar un alivio falaz en el desplazamiento físico, mover el cuerpo, ya que no podía mover el alma, crucificada en el «punchum fixum» de su pena, y correr desalado de Lisboa a Madrid y de Madrid a París y a Londres, haciendo todo el circuito del dolor.
Apuntes para la biografía de Ferreira de Castro. Junio de 1930, en Madrid. El novelista cruza el Viaducto cargado con su pena recién nacida, con su equipaje de dolor, que no ha podido perder en el camino. Viene a traérmela a mí — al amigo leal, al colega que sabe apreciar el humano valor de su obra —, como me hubiera traído también su alegría. Viene a traerme su dolor, que se me transmite con su abrazo, y que desde el primer momento es también mío. Entre lágrimas escucho la doble nueva maravillosa del hallazgo y la pérdida del amor. Palabras de renunciación..., fracaso del arte. Imposible ya hacer nada...
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