Y luego — ¿cómo renunciar a ese consuelo último, que ahora más que nunca es necessario? —, vivir para escribir únicamente el poema maravilloso de ese amor y dar a conocer la obra de la escritora malograda. Durante unas tardes y unas noches paseamos nuestro duelo común por calles y plazas — por cal- les e plazas la sombra insepulta de Diana de Liz — y nos sentamos a endechar en bancos de piedra, anchos y blancos cual losas de sepulcro... No intentamos el consuelo inútil. Y nos despedimos con um abrazo resignado y fuerte.
Con este libro póstumo de Diana de Liz empieza Ferreira de Castro a cumplir su doble voto. Primero, dar a conocer a la escritora que murió casi del todo inédita; luego, hacer ese poema del amor encontrado y perdido, para el que aun no es hora, pero del que ya en este prefacio hay vibraciones anticipadas. Este prefacio está escrito con las palabras y con la emoción de un poema. Es una exaltación y una elegia. Y es, sobre todo, la confesión de un hombre, de un artista al que el dolor arranca voces íntimas y esenciales. Leyéndolo, creo oír a veces la misma voz bronca y doliente del amigo, también arrulladora, puesto que hablaba de ella en aquel verano de su duelo reciente. Todo, incluso el mismo arte, sigue estando para él bajo el signo dubitativo en que lo puso la muerte de la amiga dilecta. La rueda del tiempo y de la idea sigue parada ante el cuerpo inmóvil de Diana de Liz. Su amigo sólo vive en cuanto piensa con ella. Y sólo es artista para recordarla. La literatura sólo se justifica para él por este fin piadoso. En que ella misma, la mujer del nombre bello sobre el alma bella, le dió a entender con su sonrisa triste, en la suprema hora, la inanidad del arte, o como el mismo
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