prologuista dice: «Quanto são frageis, perante o Enigma, as nossas humanas coisas.» Y oíd qué confidencia tan desgarradora y significativa. Para alegrar un poco el alma de la mujer que muere en plena juventud, el amado le habla de su obra literaria y le jura que no quedará inédita; y la enferma, siempre tan desasida de todo afán de vanagloria, apenas se muestra sensible a la solemnidad de la promesa. «As minhas palavras não constituiram para Ela consolo algum.» Mirándolo ya todo desde un mundo, no digamos superior, pero sí lejano, ella sólo veía ya el amor como única cosa que aun conserbaba su valor en la despedida. En aquel instante de apremio, ella sólo pensaba en el destino de dolor que legaba al amado, «e a referencia que eu fizera á sua obra pareceu-lhe até — li-o nos seus olhos, vi-o na expressão do seu rosto — motivo pueril para as horas tragicas que se iam esvaindo.» Sí, pueril parece el arte ante los grandes misterios de la vida y la muerte. Diana de Liz no quería para nada um livro suyo sobre su tumba; y quien la vió morir, tamporro lo quería ya. El arte pierde todo su valor en las despedidas, que es cuando lo tiene, absoluto, el amor.
Pero el arte vuelve a ser algo quando se hace instrumento del amor. El amor salva así al arte como a todas las cosas. Ferreira de Castro, al que ahora a veces todo le parece inútil — incluso esos libros bellos y fuertes que han consagrado su nombre —, vuelve a sentirse artista y escritor para decirnos cómo era de fina y rara esa frágil maravilla viva de Diana de Liz. La palabra bella no es al menos inútil para este fin votivo, e el escritor sabe por su virtud comunicar-
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