nos su emoción y hacernos sentir la nostalgia de no haber conocido a esa criatura única que era una de las bellezas de la vida. Conoceremos quizá el Himalaya o el Amazonas; pero no conoceremos ya nunca a Diana de Liz. Fatalidad de la belleza viva, de la criatura humana, que la hace, por otra parte, tan preciosa, que sólo una vez se manifiesta. El la conoció y fué amado de ella; rara y exquisita fortuna que aumenta ahora el dolor y hace cosa de fábula el relato. ¿Es en verdad una fortuna ser agraciado con una dicha exquisita y breve? Diana de Liz está ya tan lejos de nosotros como Scheherazada, y su evocador se pierde con ella en el mito. ¿Cómo figurarnos a esa criatura de elección sino como a una suma de delicada belleza? Fué amada, y esto es bastante para atribuirle toda excelencia. Amigo, no te esfuerces por dar-nos una idea de cómo fué en la vida; basta que la amases y que ella te amase a ti. Todo está dicho para la mujer.
Pero Diana de Liz ha dejado una obra, y esta obra habla del valor de la escritora. Objetivamente podemos apreciarlo y darle la razón a tu sentir subjetivo. María Eugenia Haas da Costa Ramos, la mujer que escríbió este libro «Pedras falsas», al que dió título su modestia, y en el que, como tú dices, hay tantas gemas auténticas, era en verdad una artista, llena de sensibilidad y de gracia. En sus diálogos despuntan unos albores de modernidad; en sus cartas corre la pluma con una naturalidad de pulso vivo. Todo era en ella aún ciertamente inmaturo; pero en eso mismo, grácil y feminil, que siempre tiene algo de adolescencia la feminidad, y en conservar ese inicial aroma está su hechizo. Quizá esa novela larga, «Memorias duma
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